Alba deshizo la maleta, se tumbó en la cama y comenzó a recordar. Recordó esos largos veranos que pasó allí, con la abuela, con los primos, con los tíos... De esas mañanas cuando bajaban a la cocina y había tostadas calientes esperando a la mantequilla y a la mermelada. De esas noches en las que jugaban a las cartas, y alguno de los primos terminaba enfadado, pero no por mucho tiempo.
Se hizo de noche, y Alba se durmió. Entre sueños, comenzó a oír una dulce melodía. Alba estaba aun medio dormida, pero la melodía seguía sonando, lejana, pero cercana en su memoria. Alba, ya algo más espabilada, abrió la puerta y sin saber por qué sí o por qué no, empezó a andar por el pasillo. Con cada paso que daba, la melodía se hacía más fuerte. Por su cabeza circularon varias imágenes, la de la abuela, la de unos collares, la de una bailarina dando vueltas sobre un eje... Alba pensó que segunramente fuera un sueño, y para comprobarlo, se chocó contra la pared. Cuando se repuso del golpe, continuó andando, hasta que descubrió que la melodía provenía de arriba, del techo. Allí estaba el desván, donde la abuela no les dejaba subir, pero, ¿ahora estaba la abuela? Como la respuesta fue que no, Alba saltó, agarró la pequeña cuerda y tiró hacia abajo, desplegando una escalera de madera. Alba puso sus pequeños pies en los peldaños, y cuando llegó a arriba, tiró de la escalera y la guardó. Cuando se dio la vuelta, todos los muebles de la abuela, sus cuandros que pintaba, todo, estaba allí. Empequetado, con sábanas por encima y saquitos para las polillas. Había un mueble y encima, un joyero que hacía la melodía. Era de la abuela, y eso emocionó a Alba. Al lado del mueble había un baúl, y dentro, para sorpresa de Alba, había disfraces, hechos por la abuela para sus nietos. Alba sientió como la niña que llevaba dentro, salía. Esos colores eran maravillosos, al igual que la abuela, que sus primos, que los veranos, que la casa, que la infancia. Porque, aunque de pequeños queremos ser mayores, de mayores queremos volver a ser pequeños.
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